Los grandes nos descubren una forma distinta de ver y comprender nuestro manido mundo, sus vanos desvaríos, la presencia enigmática de las cosas humanas ante nosotros mismos y la desesperante maraña con que vivimos estas cosas en nuestro pobre corazón. No es fácil expresar las consabidas miserias y los vanos deleites que a los hombres asolan en un momento dado pues tan sólo los artistas inspirados les es dado ese don de transmitir con claridad tan complejas ideas.
Al modo de expresión y a la manera con que nuestros asuntos son tratados y puestos en escena lo llamamos estilo. Tan sólo unos contados han dado en construir un mundo personal, un universo íntimo que lo caracteriza y lo distingue de otros tantos. Imprimen a sus obras su sello indubitable, su impronta inconfundible, su voz, su orientación estética con la que escenifican una trama que erige una cosmovisión o un estado del mundo, una mirada crítica, y un discurso trabado, con el que hilvanan pasiones, sentimientos y emociones que afectan al común de los mortales.
Como no podía ser de otra manera al director de cine, recientemente fallecido, Don Luis García Berlanga, le asiste esa virtud que muchos ambicionan. Que Berlanga tenga estilo es algo incontestable. Sus películas están atravesadas por un ritmo frenético, trepidante, vertiginoso a veces y este es, a mi juicio, el santo y seña con que firma.
Un ritmo que se cifra en el modo que tienen los actores de moverse, el cambio sucesivo y cortante de los planos, la forma en que el guion se lleva a cabo. Las escenas componen a menudo una tensión de grupos de actuantes que se arreglan en tres o cuatro planos. Cada grupo ejecuta su acción y los actores transitan los niveles de los distintos planos: los que moran al fondo pasan a la palestra, constituyen el centro de atención, para después volverse en busca de otro plano.
Los interlocutores cambian con profusión medida, los personajes son hiperactivos, cuando termina uno, al segundo empieza el otro a hablar, se entrecruzan, se entienden, gesticulan, resuelven al instante. Los diálogos se desenvuelven a gran velocidad, se expresan sin respiro, se interrumpen, se articulan con el juego de segundos diálogos que a su vez se interpretan en segundo o tercer plano; y, de todo este cúmulo de caracteres se desprende, una proverbial agilidad, una agilidad generalizada que se extiende a lo largo de la trama y constituye el vigor narrativo.
El tiempo, el devenir del tiempo y las urgencias del mundo, conforman el sustrato sobre el que se construyen sus películas. En sus manos el hombre, es concebido, como un sujeto llamado por la urgencia y un trajín incesante que lo deshumaniza y no le deja ser en condiciones.
Mientras la trama avanza el ritmo no decae, no decae nunca, se mantiene vigente como si obedeciera a una obsesión particular del director. Pero la gran contrapartida de este efecto, es que sus films cancelan las atmosferas bajo cuyo paraguas la narración adquiriría un colorido humano, una dimensión más expresiva, una mayor densidad y un tono más enfático.
Esto conduce a lo difícil de digerir la historia, -la que nos cuenta- con algo de conciencia o concienzudamente, porque, como se ha dicho, las cosas acontecen demasiado deprisa como para dejar lugar a cierta reflexión. La narración, en alguna medida, suele desenvolverse en los umbrales de lo que se puede percibir. Berlanga de esta forma consigue entrometerse en el oculto subconsciente de los espectadores, llega hasta al fondo y deja ahí, en ese abono, plantadas sus semillas, sus ideas.
Por todo lo anterior y en lo que a mí respecta, se trata de una estrella que brilla con luz propia, sarcástico, mordaz y atentatorio como pocos, terriblemente irónico, y no merecedor de nada menos que este humilde homenaje a su carrera, un cumplido homenaje a sus hallazgos, a su moral ilesa y a su hacer meritorio.
Antonio MARTÍN DE LAS MULAS
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