No entiendo, de verdad que no puedo entender ese desprecio, tan actual, tan de moda, por los clásicos. Pero es que peor que el desprecio, es el olvido, la indiferencia. Y, ¿qué tiene que ver todo esto con Antoine et Antoinette?. Pues mucho. Jacques Becker, autor de obras como Montparnasse 19 (Los amantes de Montparnasse, 1958) y Le trou (La evasión, 1960), fue una de las grandes influencias para Godard y su panda. Es más, sirvieron de inspiración para Truffaut y su saga sobre Antoine Doinel. Eisenstein se lamentaba que nadie se interesara por el cine mudo, que si de algo se aprende para poder progresar, es precisamente del conocimiento de los cásicos. Pues claro, aunque lo decía, antes de ser enviado al ostracismo, por la política estalinista sobre las artes.
Antoine et Antoinette habla de un tema que el individuo no puede manejar a su antojo: el azar. Podemos ser lo que queramos ser (lo que nos dejan), intentar dominar nuestro entorno o que las ideas de uno sean las de todos, pero si hay algo que más tememos, que más no puede hacer sufrir es el juego cruel del azar. Precisamente es eso lo que nos muestra la película, los personajes no dejan de ser unos peleles manejados por unos hilos invisibles. Todo es un espejismo en sus vidas, la única realidad el día a día, el trabajar duro, en una Francia, Paris concretamente (a Becker le interesa retratar la ciudad, lo que más tarde sería capital para la Nouvelle Vage) posterior a la ocupación Nazi y su liberación, y un espejismo es el final de Antoine et Antoinette.
Antoine trabaja en una imprenta y Antoinette en unos grandes almacenes, llevan una vida anodina en una sociedad castigada por la posguerra. Sus sueños son, como los de cualquiera en esa situación, poder salir del bloque que de obreros en el que viven y poder comprarse una moto con sidecar. El destino manejará su vida a su empeño, en el momento preciso en el que , por casualidad (da la impresión que Becker desea sádicamente poner al límite al matrimonio), Antoine encuentra un boleto de lotería premiado que su mujer había olvidado revisar (la secuencia en la que el marido busca los periódicos atrasados y los encuentra recortados para servir de improvisadas suelas, es pura expresión fílmica). De aquí en adelante sus vidas se manejaran al antojo de la suerte.
Becker gusta por el retrato costumbrista y el de mostrar a todo tipo de clases sociales. La película comienza con unos planos rodados de forma documental, exhibiendo la miseria de esa época, arrastrándose por la corriente que se imponía en Europa, el Neorralismo. La cámara la sitúa al antojo de lo que ocurre en el set de rodaje, en este caso Paris, y nos deleita con planos improvisados, sólo un gran observador, fílmico se entiende, puede desarrollar esto de manera tan magistral, que impregnan a la acción de un vivaz dinamismo que posteriormente, visiblemente influenciados por cosas así, los directores de la Nouvelle Vage lo adoptarían como axioma. A partir del encuentro del boleto premiado, parece que Becker está más interesado en las gentes que rodean a la pareja y en el matrimonio en particular, en el retrato psicológico sin más. El director nos quiere hacer partícipes de esa pareja en los que se mezclan tantos sentimientos antagonistas y demasiado humanos: los celos, la sexualidad, la desconfianza, la miseria, el anhelo y el deseo perverso. Sin dejar de lado el fino humor que provoca lo cotidiano, incluso en las existencias más adversas.
Recordemos que estamos en 1947 y la película respira modernidad, aunque los medios fueran limitados, los emplazamientos de cámara, los encuadres o la disposición de los actores son una constante pugna por contar las cosas de otra manera, por renovar el lenguaje cinematográfico, abrirse camino para que luego otros lo allanaran y pavimentaran. Becker era un gran director de actores y eso es palpable en la película, los actores están magistralmente llevados, aunque algunos primeros planos frontales y expresiones faciales de Roger Pigaut (Antoine) sobran, todos, secundarios incluidos, se mueven con soltura, enriquecen sus personajes y los visten de cercanía. Zambulle al espectador en los avatares de todos esos personajes, aunque muchos sean clichés, que sólo buscan prosperar en un mundo que les hizo perder toda esperanza.
Para finalizar, primero, vean la película, bueno mejor comprarla (ya que dudo mucho que la emitan), la edición está bien cuidada, aunque abstenerse a los que les repele la versión original. Y segundo y último, estamos ante una humilde gran obra muy emparentada con otra joya como Esa pareja feliz (1951) de Bardem y Berlanga.
JUAN AVELLÁN
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