La película la dirige en 1.972 el mismísimo Bruce Lee. Es su tercera película y es nefasta. La trama, el guión, la dirección de los actores es nefasto. Pero apesar de ello cabe salvar esta perlita, esta escena, este combate donde la acción -no hay lugar a la palabra hablada- produce una tensión de tal calibre que acapara nuestros cinco sentidos hasta el desenlace mortal.
El combate es memorable en muchos sentidos y más aún por las figuras que lo interpretan: el legendario Bruce Lee y el no menos reconocido Chuck Norris; protagonista y antagonista respectivamente se dan cita en el corazón de Roma, en el Coliseo, en donde otrora la sangre humana derivó inexorable hacia el río de la muerte, para retarse a muerte, para morir o vivir en plena lucha.
El combate se sucede naturalmente: sin apenas palabras se organizan los actos. Los luchadores muestran sus torsos desnudos, hacen sus estiramientos previos, crujen sus huesos y hay silencio, mucho silencio y tensión en el ambiente. Hay una banda sonora horrible por momentos. Hay un gato que estira sus músculos, vemos la curvatura de su espina dorsal y también vemos a Bruce Lee que se curva iguamente. Como si se tratara de una emanación simbólica del espíritu del dragón, el gato está pendiente de todo lo que allí sucede.
Pero sin duda lo más delicioso es la manera en la que Bruce Lee encaja y ejecuta cada golpe. Sus golpes son precisos, exactos, perfectos, completamente definidos, henchidos de carácter, carisma y antelación sublime. La rapidez de ejecución es encomiable. Está inspirado, da saltitos, sencillamente fluye y nos deleita con una danza de movimientos defensivos y de ataques directos cuya belleza es difícil de apreciar en otras tantas luchas que el cine oriental nos ha dejado.
Aquí no se dan los efectos especiales de los que tanto se abusa en el cine de artes marciales de nuestros días. No hay exageraciones, no hay luchadores que vuelen por los aires, no hay movimientos sobrehumanos, ni técnicas mostradas a cámara lenta, no hay movimientos imposibles ni tan siquiera esas coreografías tan rebuscadas a las que nos tiene acostumbrados Jacky Chang o Jet Li. No hay nada de esto aquí y, sin embargo, la sola habilidad de Bruce Lee, su esbeltez, su finura, la depuración de cada golpe, sus horas de gimnasio, la manera maravillosa con la que ejecuta los saltitos durante los tiempos que preceden a cada golpe resultan de una gracia tan excelsa que uno no puede dejar de preguntarse cómo un luchador puede alcanzar tan alto grado de perfección en la disciplina marcial del Kung Fu.
Evidentemente para representar esta escena no vale cualquier actor versado en el arte del Kung Fu, porque esta escena sólo la puede representar Bruce Lee, a cuya habilidad responde tanta gracia inimitable y tanta precisión. Sólo la profesionalidad de Bruce Lee hace que esta escena sea diferente, valiosa y única en la historia del cine, porque Bruce Lee aparte de ser actor es profesor de un Kung Fu que vive desde dentro, que practica con el alma y cuya doctrina sigue desde su más tierna infancia.
En efecto, el Kung Fu constituye un sistema de defensa inspirado en las leyes del universo y de la naturaleza. En sus movimientos están presentes tanto el movimiento de los astros como la experiencia de los animales. Bruce Lee fluye en el combate y, en plena lid, le acompaña un gato que por veces se estira, mira o juega y conviene en representar la esencia misma del Kung Fu. Una disciplina que emana de la vida, de la muerte, de los elementos naturales y de la sabiduría popular.
Pero lo más llamativo de todo es el desenlace mortal de la pelea. En la película Bruce Lee no tiene piedad, no se para a medir sus golpes y no duda en romperle a Colt (interpretado buenamente por Chuck Norris), la mano y la pierna o incluso a asestarle el golpe mortal. Esto es inusitado en el cine americano. No se concibe fácilmente que el bueno mate al malo sin pensárselo dos veces. Siempre se ha concebido que el bueno siente piedad y siente compasión en el último momento. Estamos acostumbrados a ver como el bueno perdona la vida al malo y como el malo humillado de esta forma se sulfura y promueve un último atentado final y deshonesto que finalmente justifica su imperdonable muerte. Pero Bruce Lee no lo duda. Bruce Lee mata a un lisiado. Bruce Lee mata sin piedad.
En esto esta escena, este combate, o esta danza es algo diferente a todas las demás películas de su género. Algo que ha de tenerse presente cada vez que reproducimos su visionado.
ANTONIO MARTÍN DE LAS MULAS
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