El árbol, el alcalde y la mediateca, es algo así como una delicatessen para la inteligencia. La cinta se abre paso a través de diálogos y diálogos y más diálogos. A medida que pasan los minutos van asentando un cuerpo de doctrina que dejan entrever la profunda penetración intelectual del director. Éric Rohmer pone sobre el tapete los asuntos fundamentales cuyo interés conviene a cualquier ciudadano de este mundo. Sus personajes dialogan sobre el problema del medio ambiente, sobre la ecología, sobre la arquitectura, sobre el urbanismo, sobre el problema de la relación entre el campo y la ciudad, sobre la divergencia habida entre los conceptos de izquierda y de derecha en la ciencia política. Y todo ello no lo hace de una manera superficial y baladí. Su discurso es profundo, revelador, y sobre todo lúcido. Los personajes de Rohmer gustan de ser escuchados, embelesan. Hasta tal punto que, paradójicamente, puede decirse que el defecto de la película pasa por la fuerte raigambre intelectual del discurso que en ella se articula. Los actores no dan la palabra a los personajes que interpretan. Los actores dan la palabra al director de cine, a Éric Rohmer, que los instrumentaliza para esgrimir sus argumentos y su posición sobre los asuntos del mundo. Rohmer es el que habla constantemente, el que dialoga consigo mismo en todas las escenas, el que se da la razón y se la quita. No hay diferencia entre la manera de hablar del agricultor, del alcalde del pueblo, de la escritora, del profesor del colegio, o de la periodista. Porque todos son Rohmer. Son uniformes, todos hablan con el tono de los empollones, y uno tiene la sensación de que asiste a una conversación entre catedráticos de la Sorbona de París. Éric Rohmer no muestra a personas normales y corrientes. Eric Rohmer se muestra a sí mismo. La película no es más que el gran espejo desde el que se contempla. En el fondo tiene más de monólogo, de ensayo o de falso documental que de otra cosa.
ANTONIO MARTÍN DE LAS MULAS
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