viernes, 1 de febrero de 2013

Crítica de 'LA LEYENDA DEL SANTO BEBEDOR' (1988) de Ermanno Olmi



Podríamos pasarnos días y días hablando sobre las posibilidades expresivas del lenguaje cinematográfico. A Eric Rohmer, por ejemplo, se le da muy bien producir lenguaje mediante la fuerza expresiva de los diálogos; y a Jean Luc Godard se le da muy bien producir lenguaje mediante la fuerza expresiva de las imágenes. Pero cuando vemos La leyenda del santo bebedor, caemos en la cuenta de que se produce lenguaje de una manera diferente a los anteriores ejemplos. Ni la imagen, ni los diálogos dicen tanto en esta película como la forma y manera en que se han montado las secuencias. Ermanno Olmi articula una trama compleja en la que se entrecruzan muy habilidosamente los recuerdos, las ilusiones, y las alucinaciones de un vagabundo bebedor, borracho, y quizá enfermo mental que vive debajo de los puentes. Dentro de este complejo universo mental, es el montaje técnico de las secuencias y los planos el que organiza todo el material y el que nos da la clave interpretativa de cada caso. Identificamos los recuerdos, y las visiones por las interrupciones que se producen de una línea temporal ya dada. El discurso cinematográfico dimana del silencio, de las acciones de los personajes, de las miradas, de los reflejos, leemos el pensamiento del protagonista por lo que mira, por lo que toca, por lo que hace, por como se comporta. Todo ello viene surtido de un variado elenco de largos y maravillosos planos que recorren un mundo lúgubre y lluvioso, con atmósferas ocres y con los colores propios de las maderas viejas y de los muebles antiguos y de las casas del pasado siglo. Ermanno Olmi nos sumerge en un mundo interior con cadencias intimistas que se destila sobre conceptos existencialistas como la angustia de ser, el vacío, y la soledad; y, en donde la bebida es sólo el analgésico de quien quiere olvidar los golpes de la vida, el yugo del capital, o la terrible espera.

ANTONIO MARTÍN DE LAS MULAS

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