Quentin Tarantino siempre ha poseído dos grandes virtudes para el cine. La primera, que es capaz de trascender lo cotidiano. Es capaz de transformarte lo banal de una conversación sobre Madonna o sobre hamburguesas en arte. Lejos de ser absurdos, los diálogos de los films de Quentin Tarantino son interesantes y necesarios para que la historia avance. La segunda virtud que posee es un prodigioso sentido de lo visual, de la puesta en escena. Ésta es la única y gran virtud que posee Malditos Bastardos.
En Malditos Bastardos los diálogos son ramplones y las escenas largas hasta el hartazgo. Lo visual en esta ocasión no se apoya en un gran guión, sino en una historia que al guionista y realizador se le escapa de las manos. Y eso que comienza muy bien, el primer capítulo de la película es excelente, pero conforme va avanzando el metraje la historia pierde interés llegando a desear que alcance su final pronto.
Desilusión es el sentimiento que queda al terminar de ver Malditos Bastardos. La cinta desprende síntomas de agotamiento en un cineasta que nos regaló maravillas como Pulp Fiction. Muy lejos quedan aquí la brillantez de los diálogos y reflexiones sobre el cuarto de libra con queso en París que mantenían John Travolta y Samuel L. Jackson en esa película. Ni las jocosas interpretaciones de Brad Pitt y Eli Roth, el descubrimiento de Mélanie Laurent o el notable esfuerzo de Christoph Waltz levantan un espéctaculo que no parece conducir a ninguna parte.
Por si fuera poco el final parece demasiado acelerado en contraposición a la lentitud con que se desarrollan la mayoría de secuencias, como si el propio Quentin Tarantino se cansara en el rodaje y estuviera deseando terminar. Y es que parece que cada vez le cuesta más a este cineasta hacer una película que esté a la altura de Reservoir Dogs (1992), Pulp Fiction (1994), o Kill Bill: Volumen 1 (2003).
Estamos, por tanto, ante una irregular película, una montaña rusa. Nos brinda momentos de puro cine y a continuación nos somete a una tortura basada en el aburrimiento. Para verla y olvidarse de ella.
EDUARDO M. MUÑOZ
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