La lucha del hombre contra la máquina, contra los nuevos tiempos, expuesta por Chaplin en esa obra maestra indiscutible del séptimo arte que es Tiempos modernos (1936, Charles Chaplin), es reproducida de una forma un tanto peculiar por Edgar Neville, quien construye un relato a veces costumbrista, a veces neorrealista, en ocasiones surrealista e incluso esperpéntico, en la inclasificable y magnífica El último caballo.
El último caballo es un film sobre la nostalgia de un tiempo pasado, ajeno a los avances tecnológicos y a la polución de las grandes ciudades, en el que los hombres eran más felices y la vida distaba de ser algo complejo y amoral, donde el dinero no lo era todo y las relaciones humanas gozaban de una estrechez que se ha ido perdiendo. El caballo del protagonista, Fernando (un excepcional Fernando Fernán Gómez), simboliza todo esto, un mundo que ya no volverá por la acción imparable y devastadora del tiempo.
Desde la primera secuencia, donde se anuncia a unos soldados que acaban de cumplir con el servicio militar, entre ellos Fernando, que el Cuerpo de Caballería va a ser modernizado y por tanto los caballos desaparecerán en pos de vehículos motorizados, el film dejará constancia en multitud de elementos que el mundo tal cual lo ha conocido Fernando está en vías de extinción. Pero éste, cual cowboy de película de Sam Peckinpah, se resigna y se resiste a dar por finiquitado el mundo que ha conocido, por lo que decide gastarse los ahorros con los que pretendía casarse con su novia y comprar a su caballo (y amigo) Bucéfalo para evitar así que sea pasto de las corridas de toros.
Pero el caballo no será bien recibido por el mundo que Fernando no acepta, simbolizado en un moderno Madrid de los años 50 en el que ya no existen cuadras donde pueda dormir Bucéfalo, como tampoco por su novia (personaje psicológicamente hablando en las antípodas de Fernando). Tan sólo el fiel amigo de éste, un magnífico José Luis Ozores quien interpreta a un bombero, acepta y comprende la relación de amistad que une a Bucéfalo con su dueño y se prestará a ayudarle, creando con ello algunas de las situaciones más divertidas del film, como aquélla donde su jefe descubre las heces de Bucéfalo en el parque de bomberos.
La película es un completo divertimento plagado de secuencias magistrales y divertidísimas, donde las miserias cotidianas de unos tipos comunes se fusionan prodigiosamente con la comedia en un brillante ejercicio deudor del realizado por el maestro Charles Chaplin a lo largo de toda su carrera (que no por casualidad, era amigo de Edgar Neville, hasta tal punto que éste llegó a participar como actor de reparto en Luces de la ciudad [1931]). El guión construido por el propio Neville está confeccionado por una magnífica hechura, donde cada elemento y secuencia encajan a la perfección y todos los personajes están presentados, descritos e insertados de forma admirable dentro del marco común a todos ellos: el Madrid de la posguerra.
El último caballo también funciona a este nivel, como maravilloso trabajo documental del Madrid de la época, cuyas imágenes sirven a modo de postales y podemos con ellas viajar en el tiempo desde nuestro sillón para poder ver lo que ya no existe, o no al menos de la misma manera. Las panorámicas de la cámara de Edgar Neville nos conducen así hasta el Parque del Retiro, la Plaza de Cibeles, la Cava Baja o la Plaza de las Ventas. Al mismo tiempo que Fernando nosotros mismos también somos testigos de que hoy habitamos un Madrid, quizá una época, que no es el de antaño, donde esa Gran Vía maravillosa plagada de cines que es cabalgada por Fernando a lomos de Bucéfalo ha sido sustituida por otra en la que predomina el consumismo más devastador, en detrimento de la cultura. El retrato de ese Madrid antiguo nos sirve para identificarnos con Fernando Fernán Gómez y gritar, junto a él, José Luis Ozores y Conchita Montes aquello de: “¡Abajo los camiones!, ¡Viva la vida antigua!”. Y ya de paso, también: ¡Viva el cine español!
EDUARDO M. MUÑOZ
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