Pocas películas desprenden tanta leyenda dentro y fuera de
las cámaras como La semilla del diablo de Roman
Polanski. Filmada en el famoso edificio
Dakota, el mismo que fue testigo del asesinato de John Lennon, de ritos de magia negra por parte de Aleister Crowley e incluso de sesiones
de espiritismo en las que participaba nada menos que Boris Karloff, el film constituyó el primer trabajo de Polanski en
los EE.UU así como el mayor éxito de su brillante carrera (sin duda alimentado por
la calidad del film en sí como por cuestiones nada agradables de la vida
privada del propio cineasta, como la terrible muerte en 1969 de su esposa Sharon Tate y del hijo que esperaban a
manos de seguidores de Charles Manson).
Polanski opta desde el primer momento por un deslumbrante
realismo alejado de efectismos al uso para narrar la pesadilla sufrida por Rosemary durante su
embarazo (una deslumbrante Mia Farrow),
a medio camino entre la paranoia, la
sospecha y lo onírico. Lo más fácil hubiera sido adaptar la novela de
moda por aquel entonces, Rosemary’s baby de Ira Levin (maldito sea quien eligió el
título en castellano del film), a base de sobresaltos y sustos facilones, esos
que tanto gustan al público adolescente. En vez de eso, el genio de Polanski
elige realizar una fiel adaptación de la obra de Levin creando una atmósfera
pocas veces conseguida únicamente desde elementos que domina a la perfección y que toma de lo cotidiano.
Nadie como Polanski para hacernos temblar de miedo usando un viejo edificio,
sus habitantes, un atento marido y todo lo normal de una vida cotidiana. Un
experimento similar al que realizó años más tarde en la no menos ejemplar El
quimérico inquilino (1976).
La semilla del diablo no pasa de moda y uno de los factores
que ayudan a que sea posible es la cantidad de lecturas que del film pueden hacerse. Todo lo vivido por Rosemary puede
ser fruto de la brujería, pero también de una mala pasada que le esté jugando
su propia mente, derivada del sufrimiento físico causado por su embarazo, consiguiendo
que empiece a sospechar una conspiración de todos, incluido su marido. Aunque
la propia trama de La semilla del diablo puede conseguir que no vayamos más lejos de
la lectura sobrenatural, la ambigüedad conseguida por Polanski al respecto la
convierte en una obra rica, con más de una interpretación, un film imprescindible
dentro del género fantástico pero también del relato psicológico. Sin duda la
obra maestra del cineasta polaco.
El guión de Polanski desde la obra de Ira Levin roza la
maestría. Cada pieza es fundamental dentro del rompecabezas, ni falta ni sobra
nada, cada elemento se va sumando al todo de una forma natural y progresiva,
dotando de un interés in crescendo a
todas y cada una de las situaciones a medida que la cinta avanza. En este
sentido, Polanski resulta ser un maestro en el dominio del ritmo y del
suspense. A difererencia del suspense a la manera de Hitchcock, donde el espectador siempre sabía más que los propios
protagonistas, en La semilla del diablo
todo lo vamos conociendo desde el punto
de vista de Rosemary, al mismo tiempo que ella. Por eso mismo se sugiere más
que se muestra, acertadamente. Otra magistral forma de entender el suspense
desde lo subjetivo, brillante marca de
la casa.
Polanski contó con un magistral reparto, en el que no sólo
destacan unos sublimes protagonistas
(maravillosa Mia Farrow en un complejo rol donde tiene que mostrar un complejo
progresivo deterioro en su personaje, y un ambiguo John Cassavetes, el atractivo marido sin escrúpulos), sino también
unos secundarios de lujo, donde cabe señalar a la ganadora del Oscar a mejor actriz secundaria, Ruth Gordon, quien encarna a la perfección a la vecina cotilla,
entrometida y siniestra al mismo tiempo. Uno de los personajes más geniales y
escalofriantes que nos ha regalado el séptimo arte.
EDUARDO M. MUÑOZ
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