Una gasolinera envuelta en la oscuridad de la noche, un silencio abrumador que hace resonar con rotundidad todos nuestros temores, una carretera cuyo particular Finisterre son los miedos del espectador y una onomatopeya que suena a tragedia son los condimentos que sirven para que el particular Caníbal de esta cinta muestre el aliño con el que nos va a aderezar unos inquietantes y proteínicos minutos.
La historia transcurre en esa ciudad donde los
amaneceres tienen profundidad de eternidad y en la que los hombres lloran lo
que no han sabido defender como tales. Sí, esa tierra soñada en la que el
cantar se vuelve gitano que compuso y letreó Agustín Lara y que ahora ha
filmado Martín Cuenca haciendo
suya la parte final, la Granada llena de lindas
mujeres, de sangre y de sol.
Antonio de la Torre es el caníbal moderno. Ese ser que habita en las periferias del alma humana y en el centro de toda ciudad. Un ser anónimo que convive con sus psicopatías y con la normalidad que le otorga una sociedad psicópata. Esas en las que el vecino es un cuerpo cuyo interior está cortado por el meridiano de Greenwich y su hábitat es cualquiera de los dos polos. Y al que hablamos siempre desde la línea gélida y tangencial que nos aleja de la añorada empatía.
La historia tiene el aire de la novela Plenilunio (Antonio Muñoz Molina), aunque este es más seco e hiriente por la parquedad de palabras que los protagonistas, cual Cartujos, omiten en sus largos y adecuados silencios. No hay palabras innecesarias, como tampoco hay silencios incómodos. Cada mirada y cada gesto están medidos con la misma precisión con la que Lázaro Carreter lanzaba su certero dardo.
Antonio de la Torre es el caníbal moderno. Ese ser que habita en las periferias del alma humana y en el centro de toda ciudad. Un ser anónimo que convive con sus psicopatías y con la normalidad que le otorga una sociedad psicópata. Esas en las que el vecino es un cuerpo cuyo interior está cortado por el meridiano de Greenwich y su hábitat es cualquiera de los dos polos. Y al que hablamos siempre desde la línea gélida y tangencial que nos aleja de la añorada empatía.
La historia tiene el aire de la novela Plenilunio (Antonio Muñoz Molina), aunque este es más seco e hiriente por la parquedad de palabras que los protagonistas, cual Cartujos, omiten en sus largos y adecuados silencios. No hay palabras innecesarias, como tampoco hay silencios incómodos. Cada mirada y cada gesto están medidos con la misma precisión con la que Lázaro Carreter lanzaba su certero dardo.
Un caníbal no es más que un filósofo lanzado al
hedonismo de la realidad. Un pensador que ha hecho suyas las palabras de Marx sobre el fetichismo de la
mercancía, así como la idea del Freud
de Tótem y tabú de que hay que
comerse al padre, acomplejados por Edipo,
para aniquilarlo e interiorizar su poder. El caníbal de esta historia es más
sofisticado y tiene mejor gusto. Deja al padre en paz y busca a las chicas que
se parecen a las modelos de Victoria´s
Secret. Es un psicópata, sí, pero no es tonto.
Posdata: La fotografía es muy buena. Hay escenas que
valen por toda una película. Valga esta particular sinécdoque como adecuada y
breve sinopsis. Así como este último pleonasmo como muestra de mi anquilosada pluma. Y esta
metonimia como adecuado preámbulo a la tautología que defiende el protagonista
y con la que yo acabo: la carne, carne es.
JOSÉ MANUEL
CAMPILLO, autor de Kubrick y la Filosofía.
1 comentario:
Esta película tiene una pinta de puta madre. Me encanta De la Torre.
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