En éste nuevo trabajo, el taiwanés Ang Lee rueda una fábula que se destila desde una estética que oscila entre el preciosismo de la inmensidad, y el exotismo salvaje de la mitología india. El espectador asiste al film inmiscuido y puede respirar los intensos aromas orientales de la textura narrativa. La tensión dramática del nudo lleva a cerrar los puños a quienes nos deleitamos con los relieves cósmicos, oceánicos y universales de la fotografía. La amalgama de colores y el contraste embriagador de algunas tomas recuerdan mucho a la fantástica, opulente y fosforita geografía de aquellos floridos bosques que se mostraban en Avatar (2.009). Heredera del exotismo teológico del más allá, La vida de Pí es una apuesta firme por el cine de aventuras, que empieza bien, se viene a más cuando el metraje llega al ecuador, y se desinfla finalmente gracias a un desenlace desvanecido al que le falta un cierre contundente, incontestable, y definitivo. A pesar de sus ineludibles virtudes, la película no se halla conforme consigo misma. Sus altas pretensiones se diluyen en agua de borrajas. Y eso sin contar con el efecto nefasto de la deslavazada tecnología 3D al que algunos realizadores se han hecho incomprensiblemente adictos, porque es cierto que aunque en algunas escenas, -en realidad muy pocas- los elementos de la escena se realzan hasta el tacto, no es menos cierto que en la mayor parte de los casos, acontece una escasa nitidez que da al traste con los encuadres. Un fondo desenfocado y una figura superpuesta con cierta grosería menoscaban el embelesamiento. Aún con todo, la película alcanza a entretener y esto es ya mucho más de lo que puede pedirse a la desalentadora cartelera que tenemos en nuestros días.
ANTONIO MARTÍN DE LAS MULAS
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