miércoles, 26 de marzo de 2014

Crítica de 'LA CUEVA DE LOS SUEÑOS OLVIDADOS' (2010) de Werner Herzog




La cámara de Werner Herzog siempre se ha caracterizado por dotar al fotograma de un realismo extremo, con cierto estilo documental fuera de todo artificio. Recordemos las asombrosas imágenes que nos regaló en la inclasificable Fitzcarraldo (1982), donde no se recurrió a ningún tipo de truco en las imágenes y en las que vemos cómo un barco es arrastrado en mitad de la selva por indígenas, hasta el punto de que alguno de ellos resultó gravemente herido durante el rodaje. O esas otras de Klaus Kinski a través del río Amazonas en Aguirre, la cólera de Dios (1972). Hasta en Nosferatu, vampiro de la noche (1979) Herzog parece estar filmando a un vampiro de verdad y no a una réplica encarnada de nuevo por Kinski. No es de extrañar, por tanto, que La cueva de los sueños olvidados esté firmada por Herzog, un maestro en el arte de atrapar la naturaleza en imágenes tal y como se presenta ante él. En ella introduce su cámara hiperrealista dentro de la cueva Chauvet, al sur de Francia, para mostrarnos in situ unas pinturas del hombre del Paleolítico de 32.000 años de antigüedad.

El documental  nos sitúa cara a cara ante las obras maestras realizadas por nuestros antepasados, como si el tiempo no fuera ni impedimento ni barrera, como si estuvieran recién pintadas. A través de angostos y oscuros pasillos bajo tierra, Herzog y su equipo parece que estuvieran buscando un tesoro, que hallaron en forma de bisontes, leones, caballos y diversos animales, los cuales fueron trazados por hombres que sabían jugar a la perfección con las formas irregulares de las paredes para conseguir así relieve y perspectiva en las pinturas, para que a través del fuego obtuvieran la sensación de movimiento. ¿Estaremos ante el descubrimiento de los verdaderos orígenes del cine?



Junto al equipo de filmación de Herzog presenciamos el asombro ante tal maravilla, como en ese momento donde, ante el silencio cautivador de la cueva, las pinturas hablan por sí solas. Los hombres primitivos encontraron la espiritualidad mediante el arte, y Herzog nos hace partícipes de todo ello. Y eso ya de por sí es un privilegio, teniendo en cuenta que el acceso a la cueva está cerrado al público en general. Únicamente los paleontólogos y arqueólogos pueden entrar, pero tan sólo un número muy limitado de veces al año, ya que hasta la propia respiración podría afectar a la conservación de las pinturas. El documental se pudo realizar gracias al permiso que obtuvo Herzog por parte del Ministro de Cultura francés, que permitió al cineasta introducir un pequeño equipo de rodaje para una duración total de seis días. El resultado es un viaje temporal de miles de años que difícilmente olvidaremos. Un viaje largo pero al mismo tiempo corto, ya que nos sitúa cara a cara con nosotros mismos.

EDUARDO M. MUÑOZ

2 comentarios:

Antolín Martínez dijo...

Y es que Herzog disfruta de su capacidad de maravillarse, de sorprenderse ante la naturaleza. Su capacidad de asombro nos la presenta también en Fata Morgana, otro documental de primera del cineasta teutón.

Los Coppola: Una familia de cine dijo...

Una película formidable, sin duda.
Con un final fascinante, por cierto.