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domingo, 17 de marzo de 2013

GRANDES COMIENZOS DE GRANDES PELÍCULAS


«Lolita, luz de mi vida, fuego de mis entrañas. Mi pecado, mi alma. Lo-li-ta: la punta de la lengua emprende un viraje de tres pasos desde el borde del paladar para apoyarse, en el tercero, en el borde de los dientes. Lo-li-ta. Era Lo, sencillamente Lo, por la mañana, un metro cuarenta y ocho de estatura con pies descalzos. Era Lola con pantalones. Era Dolly en la escuela. Era Dolores cuando firmaba. Pero en mis brazos era siempre Lolita».
El comienzo de Lolita es, quizá, el mejor de toda la historia de la literatura. La pluma de Nabokov se desliza entre las palabras para construirnos un sendero de pétalos por el que nuestros sentidos se deslizan en busca de la perfección. Nunca el negro sobre blanco fue tan luminoso.

El éxito de una vida suele estar en el comienzo de la misma. No necesariamente, pero casi siempre. En la literatura y el cine, esas adornadas copias de la realidad, no ocurre lo mismo. Un buen principio no siempre es la promesa cumplida de un buen final. 

Llegados hasta aquí y exprimido ya el preámbulo, deshago el triunvirato y me quedo con su parte más visual. Voy a pensar en voz alta sobre esos comienzos del celuloide que han quedado inmortalizados en nuestra atenta retina. Por lo menos en la mía. Sigamos.



Dicen que Sed de mal nos ofrece, junto con un título sugerente, el mejor comienzo de la historia del cine. Un plano secuencia de tres minutos realizado mediante un difícil travelling con grúa fija. Es muy bueno, sí, pero no me sugiere lo que Lolita. Con el comienzo de la bella ninfa me la juego con quien quiera. Con esta película, no. Me pasa un poco lo mismo con la calificación de Ciudadano Kane como una de las tres mejores películas del séptimo arte. No apuesto por ella. Pero esto es otra historia.


Tan lejos, tan cerca de Win Wenders es el paradigma de lo que Burke definió como lo sublime. Eso que supera nuestras capacidades cognoscitivas y trae temor al alma. Un temor impregnado de belleza. La imagen del ángel Cassiel en lo alto de la estatua de la Columna de la Victoria Berlinesa es la teoría de Burke hecha imagen. Impactante.


En El séptimo sello, un oscuro cielo y un mar agitado envuelven el marco en el que se produce una sobrecogedora conversación entre un caballero y el representante de la disolución... Esta comienza con la misma pregunta que haremos cuando ya no estemos aquí: «-¿Quién eres? – Soy la Muerte-.   ¿Es que vienes a por mí? – Hace ya tiempo que camino a tu lado». Poco más hay que decir.


Vértigo es puro ritmo. La música de Hermann nos avisa de que el peligro ya tiene visado de entrada. Puede ocurrir cualquier cosa. Abrimos los ojos con la misma amplitud con la que lo haríamos si pasara delante de nosotros Scarlett Johansson, y James Stewart y la cámara nos mantienen ensimismados, como en una suerte de tozudo hechizo que solo la caída del policía es capaz de romper.


Terciopelo azul es, rompiendo el principio de contradicción, lo que no es. La inolvidable música de Bobby Vinton que da título a la película sirve de ornato a unas bonitas rosas, a un simpático vecino, a unas zigzagueantes amapolas, a unos agradables niños, a ... Pero eso es el exterior. El interior, como nos muestra la cámara escarbando en el jardín, rara vez puede servir de metonimia. La superficie del ser humano suele discurrir por agradables autovías; mientras que el interior lo suele hacer por caminos torcidos y tortuosos. 


Y ya para terminar con esta entrada que prometía más de lo que luego ha sido, hago patria y me voy a una de José Luis García, El crack. El comienzo de esta obra es cañí, como solo lo puede ser Genaro el de los 14. Ver sentado a Alfredo Landa, impasible, degustando su filete, mientras dos facinerosos intentan atracar el bar, no tiene precio. Solo un español tiene lo que hay que tener para hacer lo que hace el bueno de Germán Areta. Véanlo. 

 Y ustedes, ¿están de acuerdo? ¿Hay algún otro comienzo de película que debamos añadir?

Posdata:  A veces un buen principio nos tiene engañados toda la película. Y es que, como dice el famoso adagio, no suele haber una segunda oportunidad para una primera impresión. 

JOSÉ MANUEL CAMPILLO ORTEGA
www.vienafindesiglo.blogspot.com

jueves, 7 de junio de 2012

LOLITA (1962) de Stanley Kubrick


«Lolita, luz de mi vida, fuego de mis entrañas. Mi pecado, mi alma. Lo-li-ta: la punta de la lengua emprende un viraje de tres pasos desde el borde del paladar para apoyarse, en el tercero, en el borde de los dientes. Lo-li-ta.
Era Lo, sencillamente Lo, por la mañana, un metro cuarenta y ocho de estatura con pies descalzos. Era Lola con pantalones. Era Dolly en la escuela. Era Dolores cuando firmaba. Pero en mis brazos era siempre Lolita».

Con tan fino y admirable estilo da comienzo Nabokov a una de las novelas más influyentes del siglo XX. No por su calidad, que también, sino por lo que su elegante pluma traza sinuosamente en el papel: la condenable idea del amor entre una menor y alguien mucho mayor. Aunque quizá en su condena esté su atracción. Ya afirmaba Freud que cuanto más censurado está algo, más placer psíquico nos proporciona (mayor es la descarga mental, diría él).
Nabokov es un maestro de la sutileza. Kubrick también. La censura no lo es menos. La película que realizó Kubrick sobre el libro de Nabokov está llena de sutilezas, de giros, de premoniciones; pocas veces de expresiones claras, directas y evidentes. Ahí radica uno de sus mayores encantos: en su atrevimiento de mostrar el pecado, de hacerlo visible a nuestros ojos, pero sin la peligrosa luz cegadora que puede llevar implícito.

Sugerir y no mostrar casaba bien con el estilo de Kubrick. Y con el de cualquier buen director. Para la mostración de lo evidente ya está la realidad.
La película comienza por el final. Un flash-back nos muestra cuál será el destino de uno de los protagonistas principales del film.
Aparece un coche sumergido en una intensa niebla (metáfora de la oscura e intensa vida que en los últimos años ha llevado el protagonista, Humbert Humbert –James Mason-) acercándose a un castillo. En el interior, un ebrio Clare Quilty (Peter Sellers) descansa de su alocada noche sin ser consciente de que la muerte está a punto de llamar a su puerta.  Humbert busca ajustar cuentas con su pasado y en él solo encuentra un culpable, el brillante, enigmático y pérfido Quilty. Es a él al que hace responsable de sus desdichas, sin entender la verdad de todo lo ocurrido: que el único culpable es el propio Humbert.

Un poco más adelante, la voz en off del propio Humbert nos cuenta que ha decidido pasar el verano tranquilamente en Ramsdale, antes de comenzar el curso escolar. Unas brillantes traducciones de poesía francesa han hecho que le concedan una cátedra en New Hampshire, en Ohio.  
La primera casa que visita Humbert es la de Charlotte Haze (Shelley Winters). La señora Haze aparece como una mujer excesiva en todo (locuaz, histriónica, avasalladora), en contraste con el distante y pausado Humbert. Mientras Charlotte le enseña la casa, la mirada de desaprobación del profesor nos indica que no es esta en la que quiere pasar su tranquilo verano.
Mientras le enseña las estancias aprovecha para indagar en la situación sentimental del ya cansado Humbert. Le dice que es separado, lo que dispara en ella cierto apremio para afirmar que es viuda, mostrando a las claras que no hay nadie que pueda impedir un futuro acercamiento entre ambos.

Cuando ya está a punto de marcharse (es evidente que ya no va volver), ella le dice que, por favor, vea el jardín. La primera visión de este jardín nos enseña a una joven con un llamativo sombrero de paja, con los pies cruzados de manera sugerente haciendo un ángulo de 110 grados con su bonita silueta y el libro al que está dirigiendo su mirada.
Él la contempla asombrado. La joven Lolita lo mira, ocultando sus ojos con unas gafas en forma de corazón, manteniendo su pose: insinuante y, a la vez, bellamente indiferente. Para Lolita, de la presencia de Humbert no emana nada que le llame la atención. Para él, Lolita lo cambia todo. Decide alquilar la habitación.
Ella es dulce, sensual, y con el encanto, como se verá más adelante, de la femme fatale (aquella que ya mostraría con acierto Merimeé en Carmen, o el Abate Prevost en Manon Lescaut).

Una vez instalado en la casa, comienza el peligroso juego del desamor: Charlotte lo quiere a él, él quiere a Lolita, y Lolita no quiere a nadie, si acaso los caprichos momentáneos que vayan surgiendo en su casquivana mente.
Charlotte, al ver que Lolita va a ser un incordio, ha interrumpido con malos modos la velada en la que estaba dispuesta a seducir a Humbert, decide enviarla a un internado. La noticia es para Humbert una catástrofe, a la que se le suma otra no menor, Charlotte le escribe una carta en la que le declara su más incondicional amor, y en la que le pone en una grave disyuntiva: o se casa con ella o debe irse. Afirma que no podría vivir con él sin acariciarlo y besarlo.

Humbert decide aceptar la propuesta. Es la única manera de poder permanecer en la casa. Y él está dispuesto a hacerlo. Esperará la vuelta de Lolita el tiempo que sea necesario.
Está fascinado por ella, como escribe en su diario: «Me vuelve loco la doble personalidad de esta pequeña ninfa. Tal vez de todas las ninfas. Esa mezcla en mi Lolita de una soñadora ternura infantil, y cierta temerosa vulgaridad. Y sé que es una locura escribir este diario, pero el hacerlo me proporciona una extraña emoción, y solo una amante esposa podría descifrar mi microscópica escritura».
Cuando Charlotte descubre y lee el diario de Humbert, los acontecimientos se desbocan con la fuerza de un tornado. El corazón de la señora Haze está destrozado por el dolor. No solo ha perdido la batalla del amor, sino que quien le ha infligido la derrota ha sido su propia hija.

En este momento de la historia la fatalidad aparece para ayudar a Humbert. Charlotte sale a la calle corriendo, ofuscada por el dolor, y sufre un accidente mortal. El destino se ha confabulado con H.H. Ya nada se interpone entre él y su amada, excepto la variabilidad de Lolita.
Decide ir al internado a buscarla para que regrese con él.
Aquí paramos la narración de la trama. Humbert ya se ha entregado a Lolita y a su destino. Un destino cuyo ornato son el sufrimiento y el dolor, como no podía ser de otra manera. Los amores desdichados siempre lo llevan implícito. Pero, ¿quién vence a los encantos de la femme fatale?
JOSÉ MANUEL CAMPILLO ORTEGA