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sábado, 24 de septiembre de 2011

EL ÁRBOL DE LA VIDA (THE TREE OF LIFE, 2.011) de Terrence Malick


He leído por ahí algunas sinopsis y algunas críticas de El árbol de la vida, y me ha dado la sensación de que ni siquiera en las más afamadas webs de cine de la red se ha comprendido muy bien el argumento y sobretodo la razón por la cual se entremezclan unas imágenes del universo con una pequeña historia de una familia americana en los años 50. No es para menos. La película tiene unidad pero es compleja. Hay quienes la tachan de obra maestra y hay quienes la denostan y desairan por su camelo insustancial, su estructura estrámbótica o su inflada metáfísica. Confieso que soy más de los segundos que de los primeros. A mi juicio no es más que un intento fallido de emular un filme inmortal como 2.001: una odisea en el espacio, (1.968), y un filme que no pasa de ser un proyecto cargado de buenas intenciones que no van a ningún sitio. La copia nunca superará al original, y Terrence Malick no es Stanley Kubrick.

El árbol de la vida comienza y nos deleita con un recorrido visual desde nuestra amada tierra a  a nuestro sistema solar, pasando por sus exuberantes formas de vida. Sin embargo, aunque bellas y hermosas, el reportaje visual ya lo hemos visto una y mil veces. Porque en realidad Terrence Malick no nos descubre un mundo nuevo, sino que tan sólo nos refresca la memoria. Vemos lava de volcanes, erupciones, olas, playas, fastuosos bosques de la era cuaternaria, dinosarios, la profusa vegetación y la vistosa fauna de un mundo submarino, olas que estallan contra lenguas de lava, planetas inmensos de nuestro sistema galáctico, pero éstas imágenes están muy machacadas, ¿cuántas veces las hemos visto en nuestras televisiones?, ¿quién no se acuerda de la tan aclamada saga de Parque Jurásico?, ¿quién no se acuerda de los documentales científicos que veíamos en nuestra adolescencia?. Las hermosas imágenes de El árbol de la vida son las imágenes que utilizamos en los fondos de pantalla de nuestros ordenadores. Las mismas de los documentales científicos que emitían en la segunda cadena y en el Discovery Chanel.

Es cierto que Terrence Malick compone una simbiosis maravillosa entre la sucesión de las imágenes y las hermosas sinfonías de nuestros más célebres compositores clásicos, y que cuando escuchamos a Brahms, a Mozart, o a Dvorak, nos emocionamos, pero aunque en este punto el esquema técnico que utiliza es el mismo que presenta la inclasificable 2.001: Una odisea en el espacio, aquí el entrelazamiento de piezas clásicas con imágenes hermosas presenta un poder de evocación mucho menor. Justo en el momento en que la música comienza a embelesarnos, otra saga de imágenes y otros nuevos acordes nos interrumpen ese estado de gracia.



Quizá la mejor parte de la película, la más fresca y la más original, es el núcleo dramático que representa una pequeña historia de una familia americana en los años 50. Reconozco que está muy bien contado. La narración es sutil y delicada. Malick delinea los personajes con las contradicciones propias de la vida cotidiana. No son personajes puramente buenos o puramente malos, blancos o negros. Malick colorea la trama desde una amplia escala de grises donde se dan cita los rasgos de carácter, las adversidades del destino y las conductas contradictorias. Es delicioso ver como los hijos y los padres se relacionan en un mundo donde las grandes industrias tienen las riendas de sus vidas. Es delicioso ver como Brad Pitt, quien no hace otra cosa que interpretarse a sí mismo, encarna a un padre de familia, con sus luces y sus sombras, y va por ahí ajustando los conceptos a sus hijos. 

Como en aquel fantástico relato del imponderable Lewis Carroll, Alicia en el país de las maravillas, esta pequeña historia contrasta con la inmensidad y con la magnificiencia de las imágenes del universo que Malick nos presenta antes y después. En el juego de estos contrastes Malick halla y nos muestra la medida justa del hombre en el universo, evoca su dimensión exacta desde un lugar que se sitúa más allá del espacio y del tiempo. El árbol de la vida se pregunta una y otra vez por el efecto hombre, por su esencia verdadera, por su condición en el mundo. Y esto es un dato esencial que no ha sabido ver buena parte de la crítica especializada de nuestros medios de comunicación.



No obstante en todo ello deviene fatalmente la inflada metafísica con que el director nos atenaza el ánimo. El discurso que se pone en escena es tan solemne, tan serio, y tan elevado que apenas hay espacio para respirar. Y eso por no contar con la religiosidad caduca, de corte judeocristiano, retrógrada, anticuada y carca  que sale a relucir por activa y por pasiva. En un mundo en donde el espacio de Dios ha sido reducido al limitado recinto de una caja de pino no tiene mucho sentido hablar de la vida religiosa de una familia de los años 50 en los Estados Unidos y pretender al mismo tiempo sentar un cuerpo de doctrina que trascienda las modas pasajeras, la geografía y la historia.

Esta película no se puede ver dos veces. Hay que verla con un par de Red Bulls en cada mano y acompañado de una chica de esas que hablan mucho para compensar los tiempos en los que el ritmo cinematográfico decae. Porque ya en los primeros 20 minutos se abren los primeros bostezos y cuando pasa la primera hora uno empieza a soñar con violinistas checas. El The End nos libera del sopor y en lo que a mí respecta recuerdo que unos 12 espectadores abandonaron la sala de cine antes de que terminara. He leído algunas críticas en Filmaffynity y esto del abandono prematuro parece ser que no es un caso aislado. Es algo que se está dando con cierta frecuencia. Por mi parte sigo pensando que el pecado capital de una película es el aburrimiento. No quiera Dios que el metraje acabe ardiendo entre las llamas del infierno. O del olvido que para el caso es lo mismo.    


ANTONIO MARTÍN DE LAS MULAS

lunes, 19 de septiembre de 2011

EL ÁRBOL DE LA VIDA (THE TREE OF LIFE, 2011) de Terrence Malick


Siempre me ha fascinado el prólogo de 2001: Una odisea del espacio (1968, Stanley Kubrick) por lo que representa. La genial idea de Kubrick de iniciar su relato, ambientado en un tecnológico y avanzado año 2001, en el amanecer del hombre (The Dawn of man, versaba el sugestivo rótulo), significaba retrotaer el preámbulo de su historia, y de cualquier historia, al punto de origen más lejano que se pueda pensar.

Terrence Malick (no sé si cineasta, místico, filósofo o todos ellos) utiliza esta idea para su inclasificable y maravillosa El árbol de la vida, film que arrebató, con razón, la flamante Palma de Oro de Cannes a un claro favorito: el cineasta Pedro Almodóvar por La piel que habito (2011). El árbol de la vida, tras unos pocos minutos transcurridos en los que se presenta brillantemente a una familia de los años 50 que ha sufrido una irreparable pérdida, nos sumerge en una fascinante digresión no esperada sobre el origen de la vida. Hasta hace muy poco creíamos que el citado prólogo de Kubrick conllevaba situar el origen de un relato al punto más lejano posible. Estábamos equivocados. El valiente Malick, en pleno 2011, se atreve a instalarlo aún más allá y seremos testigos, así, de las partículas existentes en el principio de los tiempos que, repartidas por el espacio infinito, van creando poco a poco galaxias y planetas; y de cómo va surgiendo vida, mucho más tarde, en el planeta Tierra, comenzando en el mar.
Hubo espectadores que tiraron la toalla. Conté en la sala de cine hasta ocho deserciones. La gente se levantaba y salía, sin más. Curioso, tal vez, pero no sorprendente. El cine de Malick siempre ha gozado de denominadores comunes que en El árbol de la vida se aprecian quizá más que en otras ocasiones. No se utiliza un esquema que podríamos denominar clásico y que convertiría a este film en un melodrama común. En vez de eso, utiliza los recursos más puros y esenciales del cine como vehículo para transmitir emociones y sensaciones. Se sirve únicamente del poder de la imagen para hilvanar su narración y por eso apenas necesita diálogos, que suelen ser en off y, dicho sea de paso, necesarios para transmitir los pensamientos de los personajes. Al respecto es importante señalar que los múltiples narradores son frecuentes, sobre todo en sus últimas películas. Además, ante una cinta de Malick, muchos son los afirman que no sucede nada en su magnífico edificio de imágenes impolutas. Nada más lejos de la realidad. En un plano que pudiéramos extraer al azar de El árbol de la vida, tan sólo en uno, la riqueza de sus símbolos es absoluta. Estamos ante un cine que no se termina de ver nunca.


En este film asistimos a una espiral de imágenes, una tras otra, en las que sin un orden riguroso de lo que sería un montaje tradicional (otra característica de su cine) podemos ver algo así como diferentes aspectos de la vida: un recién nacido con un pie tan pequeño que cabe en la palma de la mano de su padre (Brad Pitt), imágenes del cielo, niños descubriendo la vida a través del juego, insertos de montañas, cataratas, playas, una mujer jugando con una mariposa… Todo forma parte de lo mismo y los seres humanos somos una ínfima parte de un vasto mosaico que en su totalidad denominamos Universo, o lo que es lo mismo según Malick, vida.
El árbol de la vida se ha de calificar como una experiencia cinematográfica única y aceptarla como un regalo, como hace Malick con la vida. Es una película para dejarse llevar y dar rienda suelta a nuestros más recónditos sentimientos y pasiones. Lo más asombroso que se descubre en ella es el poder sin límites del cine en manos de su director. De sus bellísimas imágenes se desprende un arte que parece nuevo, como si acabara de inventarse. Terrence Malick exprime cada plano a su antojo para devolver al cine su definición de historia contada en imágenes. Esto puede sonar a obviedad, pero el cine en estado puro que es creado por Malick, no sólo no está al alcance de cualquiera, sino que está en vías de extinción.    


Terrence Malick muestra la esencia de la vida con su cámara a través de la vida misma. Parece decirnos que Dios está en cada rincón, en cada atributo, incluso en la muerte, que forma parte de ella. La película está impregnada de un misticismo judeocristiano patente, con poderosas dosis de panteísmo spinozista, en el que Malick cree y nos invita a creer. Al margen de aceptarlo o no, a la salida de la proyección se ha conseguido un estado de ánimo óptimo, vigoroso, espléndido, estoico. El film deja buen sabor de boca e influye optimismo. Nos recuerda el valor y la belleza de la vida pese a los malos momentos. Como en aquélla sentencia que Heráclito formula cuando se está calentando del frío ante un horno de pan: "También aquí hay dioses".

El cineasta americano Terrence Malick, leyenda viva del cine, consigue con su quinta película un espléndido ejercicio cinematógrafico, una de esas obras en las que no se puede dejar de pensar durante días. En sus imágenes hallamos únicamente cine, puro cine, pura poesía, puro sentimiento, pura obra de arte. La experiencia que produce su visionado se acerca a lo místico, a lo religioso. Será imposible superar o siquiera igualar una mirada tan profunda, tan íntima, tan introspectiva, que ya merece estar entre los mejores films americanos de los últimos treinta o cuarenta años.

EDUARDO M. MUÑOZ