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martes, 15 de abril de 2014

EL CINE Y EL DESEO por José Manuel Campillo Ortega

Hoy hablaremos del deseo, esa fuerza irracional que nos impela en busca de mares ignotos y que estira nuestras capacidades con la misma decisión con la que Nadal pega drives en la central de Roland Garros. Esa Cupiditas que nos excede y proyecta hacia algo siempre superior a nosotros.

Haremos el recorrido a través de diez películas que pueden servir de paradigma para mostrar ese estiramiento del ente en busca del ser. O, sin ser tan metafísicos, del hombre en busca de aquello que él considera que lo completa, aunque algunas veces lo disminuya.

1) El coleccionista (amado).
Terence Stamp secuestra a Samantha Eggar con la intención de que se enamore de él. Considera que no debe hacer lo que todos los mortales, esto es, invitarla al cine, pagarle una cena, decirle mil lindezas, etcétera, etcétera, etcétera… para que al final le diga aquello de … te quiero como a un amigo. Él es más directo. Si bien, como nos muestra William Wyler, hay cosas que la voluntad no puede conseguir.

Evidentemente, no podemos forzar a nadie a que se enamore de nosotros. Incluso, es más, suele guardar una relación directa nuestro acercamiento con el alejamiento de la otra persona.


2) 9 semanas y media (sexual).
Con la música de Joe Cocker. Ya saben «You Can Leave Your Hat On», Kim Basinger levantó el banderín de salida para que nuestro lado más concupiscible aflorara. Bueno… y lo que no es el banderín. Creo que media España deseó a la Basinger durante todo un año. La otra… la sigue deseando aún.

Ese cubito que en la mente de algunos sigue sin derretirse, ha pasado al top ten del fetichismo cinematográfico. ¡Y por méritos propios! ¡Qué bien pespuntea la aterciopelada piel de Kim!


3) El paciente inglés (encontrarse).
A través de una remembranza sin semántica tramposa, Ralph Fiennes intenta hallar quién es y quién ha sido.

Si es difícil para cualquier mortal saber dónde está y adónde debe dirigirse, todavía lo es más para este personaje entreverado en una suerte de Lawrence de Arabia, General Custer y Rick Blaine.

Paradigmático sobre el carácter del protagonista es la escena en la que se nos muestra en el desierto, y comprobamos que en su mochila lleva un libro. ¡Increíble! Con las cosas que uno debe meter en un kit de supervivencia, y Fiennes lleva la Historia de Heródoto.  Por cierto, ¿qué libro llevarían ustedes?


4) El séptimo sello (metafísico).
Esta no es una historia sobre la metafísica, ya saben, ir más allá de la física, de lo evidente. Incluso, o sobre todo, de lo real. Esta es la historia de un director (Ingmar Bergman) que deseó ser tan metafísico que fue más allá de la propia metafísica. La he visto ocho veces y aún no les puedo decir claramente de qué va. Y he de confesarles que di una conferencia sobre ella. Aprovecho ahora para pedir perdón al escaso público.


5) El retrato de Dorian Gray (belleza).
No sé quién dijo que la belleza es una carta de recomendación a corto plazo, pero sí sé que Gray no se enteró.

Mediante un retrato que le hace su amigo Basil busca un pacto con el diablo que le otorgue la belleza eterna. Pero con el diablo, al no ser que seas tú también un pequeño Mefistófeles, no se deben hacer pactos: siempre se pierde.

La belleza y la juventud, al igual que nuestro proyecto de futuro, tienen una existencia exigua. Decaen con la rítmica cadencia de un vals de Strauss, aunque no de manera tan bella.


6) Doce hombres sin piedad (ecuanimidad).
Haciendo suya la idea de la ética habermasiana. Aquella de que mediante el dialogo racional (racionalidad comunicativa) podemos alcanzar la verdad y la validez normativa, Henry Fonda lucha contra la injusticia con la misma determinación con la que el Atlético de Madrid lo hace por la Liga. Con la frase de Thoreau ínsita en él: «Cualquier hombre que tenga más razón que sus prójimos ya constituye una mayoría de uno», no se concede tregua en su búsqueda de la verdad.


7) La naranja mecánica (violencia).
Alex de Largue y sus drugos suelen asistir al Korova Milk bar a beber un poco de leche-plus que potencia aquello que ellos tienen latente: la violencia. Se dedican, acompañados de la briosa gazza ladra de Rossini, a dar rienda suelta a la ultraviolencia que generan sus conexiones neuronales, o la ausencia de estas. En su estreno en Gran Bretaña tuvo que ser suspendida la exhibición porque aumentaron las pandillas violentas. Y es que ya se sabe: todo se pega…


8) Alguien voló sobre el nido del cuco (normalidad).
Randle McMurphy es la persona diferente que hace que nos planteemos si los que vamos en dirección contraria somos nosotros (ya saben el chiste). En una sociedad normalizada, ¿quiénes son los locos? Quizá los normalizados. Eso es lo que nos muestra Jack Nicholson mediante sus vivencias en el hospital psiquiátrico.            

Los cuerdos, dentro de sus particularidades, son los internos. Al fin y al cabo, ya se sabe que la normalidad y la patología la fijan las sociedades; y estas son tan variables como las promesas de amor eterno. Bueno, las promesas no, su cumplimiento.


9) El crepúsculo de los dioses (gustar).
Norma Desmond es la estrella Alfa que se apaga como si ya fuera Omega. No hay luz humana en el firmamento que no se apague. Y el que no comprenda esto que se haga desmoniano. Los egos son tan peligrosos como las malas ideas. Un ego no arrojado nunca al fango de la realidad nos puede hacer más daño que un mal libro.


10) Solo ante el peligro (deber).
Will Kane es el hombre que debe elegir entre la felicidad y el deber, y elige lo segundo. Antepone lo que su conciencia moral le dicta a sus deseos. Y eso lo convierte en una especie de héroe. No importa él, sí su conciencia. ¡Cuánta honradez hay en esa máxima!

Es verdad que los habitantes de Hadleyville nos muestran las miserias del ser humano pero, en contraposición, eso todavía hace más grande su leyenda. Y es que aunque Will esté solo ante el peligro, no hay miedo. Porque Will dispara con el revólver del deber, y este nunca falla.


Posdata: Se ha quedado fuera de esta lista El fontanero, su mujer y otras cosas de meter, pero es que solo podía poner diez. La iba a incluir en la categoría de deseo de… ¿Ustedes en cuál la incluirían? No, esa no. ¡Qué pícaros son! En la de buscar rimas consonantes hasta en el título. Si no me creen, véanla. Las onomatopeyas se lo confirmarán.

JOSÉ MANUEL CAMPILLO ORTEGA

miércoles, 18 de diciembre de 2013

Crítica de 'PERDICIÓN' (1944) de Billy Wilder




Hoy les voy a hablar de música. Concretamente del juguetón Mambo. Palabra de origen africano que ha sido traducida como «conversación con los dioses». Una tertulia que en Perdición (Double indemnity) emprendemos cuando aparecen las palabras The End. Es el momento en el que nos subimos a Pegaso para dialogar con ellos sobre la esencia del cine. Bailemos.

1,2,3,4,5,6,7,8........................MAMBO.

1. Un coche a demasiada velocidad. Un hombre herido. La noche. Una confesión en flash-back. Una rubia peligrosa. Un hombre incorruptible. Y engaño... Ecuación que nos da como resultado cine negro de una luminosidad cegadora.

2. Billy Wilder es el director. Basada en un libro de James M. Cain, el escritor de El cartero siempre llama dos veces. Guión firmado por el propio Wilder y Raymond Chandler. Demasiados buenos bailarines para que el espectáculo no sea el adecuado.

3. Música de Miklós Rózsa (La jungla de asfalto, Cinco tumbas al Cairo, Canción inolvidable, El extraño amor de Martha Ivers) que busca el desasosiego con el mismo ímpetu con el que Bárcenas hacía apuntes contables. Y Correa regalos.

4. Excelente fotografía de John F. Seitz, con ribetes del expresionismo de Doctor Mabuse o El Tercer Hombre. Un blanco que se oscurece y un negro que se aclara. 



5. La presencia de Edward G. Robinson, el mejor principal de todos los secundarios. O el mejor secundario de todos los principales. O (que el reduccionismo de los conceptos no nos aleje de la verdad) un actor como la copa de un pino. Un pino de los de antes, claro.

6. Y un Fred MacMurray que es como cualquiera de nosotros. Y esa, a priori, simpleza hace que entremos de lleno en la historia para convertirnos en el vendedor de seguros que se deja seducir por esa femme fatale llamada Barbara Stanwyck.


7. La trama maneja los tiempos cinematográficos con precisión. Muestra la cadencia absorbente de un vals y los giros sorprendentes de un compás tres por cuatro.

8. El primer encuentro en la escalera entre Fred y Barbara y la dignidad con la que MacMurray se despide de Robinson ya valen por toda una película. O más.

Esta es la historia de alguien que, parafraseando la idea del libro de Trueba, no sabe perder. Hay momentos en la vida en los que uno debe aceptar que es lo que es. Aunque ese es sea nada. Es el momento en el que comprendes que no vas a ser el mejor escritor, ni el más guapo, ni el más listo, ni el más generoso. Es el instante en el que uno dice: Ya. No soy más que lo que soy. Es triste, pero es. Es un saber perder que te aleja de los sueños y te reconcilia con la realidad cotidiana. 


Si no sabes perder, lo más normal es que la caída sea brutal. Aunque te puedes levantar. Si sabes perder, estarás siempre en el suelo. ¡Decidan!

Posdata:  Es una de las mejores películas de la historia. Siento que mi reseña no esté a su altura. Pero es que yo soy de los que no saben perder. Y siempre perseguiré el sueño de la escritura, aunque no le rinda el tributo que se merece.  ¡MAMBO!

JOSÉ MANUEL CAMPILLO ORTEGA, autor de Kubrick y la Filosofía.

viernes, 22 de noviembre de 2013

Crítica de 'HIJO DE CAÍN' (2013) de Jesús Monllaó



Para el intelectualismo socrático, que defiende la idea de que el que conoce el bien es incapaz de hacer el mal, Querido Caín (el título del libro en el que está basada la cinta) es un oxímoron. Para nosotros, no tan ingenuos como el ágrafo ateniense, el título es perfectamente válido y real. Se puede querer y desear el mal. No es lo aconsejable, pero es. 

Esta es una de esas películas sobre las que la crítica debe acercarse como si lo hiciera a un niño que está visitando a Orfeo en su plácido hábitat: de puntillas. Se debe mecer el guión, pero sólo eso. La historia no permite la caricia, esta es demasiado cercana y estropearía el swing de la trama.

El ajedrez, esa suerte de boxeo mental, desempeña un papel importante en esta ópera prima de Jesús Monllaó. Caissa ayuda a dinamizar una historia que por momentos, como Napoleón en Rusia,  no avanza al ritmo adecuado.    

Ahora les voy a sugerir dos cuestiones que aparecen en la historia y que traen a mi memoria reminiscencias filosóficas: la primera es el giro antropológico que se produce en la trama, aunque he de advertirles que no deben olvidar a Descartes y su hipótesis del genio maligno siempre presto a actuar. Un giro antropológico que tiene la misma fuerza que el que se produjo en Atenas gracias a Sócrates y a los sofistas. La Naturaleza dejó su paso al hombre para que este empezara a conocerse a sí mismo. Veinticinco siglos después aún lo estamos intentando, pero esto es otra historia. La segunda cuestión a la que hacía referencia es la que tiene que ver con Hume y su crítica al principio de causalidad. El pensador escocés desmontó, utilizando como ejemplo unas bolas de billar, la idea de conexión necesaria entre la causa y el efecto. Estos filósofos son así de raros. En la película comprobamos que de la causa sí se sigue, necesariamente, el efecto. 


Tiene el aire de Jaque al asesino (1992, Carl Schenkel), pero en versión española. Y en esta ocasión esto es un cumplido. No es un thriller manido, lleno de tópicos. Es una historia amena y con algún que otro toque sutil. Los españoles ya hemos interiorizado en cine la idea de Ortega. El cine es gerundio, no participio. Hemos aprendido a hacer cine haciéndolo. Los americanos empiezan a conformarse con lo hecho. Con la repetición incesante de una misma idea.

Es malo el doblaje, los actores no brillan, hay partes del puzzle que no terminan de encajar bien y, sin embargo, es una película a la que le damos el aprobado. Incluso, por momentos, el notable. Es como el Manchester de Ferguson. Tenía una mala defensa, un mal entrenador, no jugaba bien. Pero... ganaba.   

Posdata: Siguiendo con el Manchester, utilizamos las palabras de George Best para terminar: «Hace años dije que si me daban a elegir entre marcar un golazo al Liverpool o acostarme con Miss Mundo iba a tener una difícil elección. Afortunadamente, he tenido la oportunidad de hacer ambas cosas». O aquellas de: «Gasté un montón de dinero en coches, bebida y mujeres. El resto simplemente lo malgasté». Se preguntarán ustedes qué tiene que ver esto con la película. La respuesta es nada. ¡Pero, ¿qué más da?!

JOSÉ MANUEL CAMPILLO ORTEGA, autor de “Kant y Sofía van al cine”.

martes, 5 de noviembre de 2013

Crítica de 'CANÍBAL' (2013) de Manuel Martín Cuenca



Una gasolinera envuelta en la oscuridad de la noche, un silencio abrumador que hace resonar con rotundidad todos nuestros temores, una carretera cuyo particular Finisterre son los miedos del espectador y una onomatopeya que suena a tragedia son los condimentos que sirven para que el particular Caníbal de esta cinta muestre el aliño con el que nos va a aderezar unos inquietantes y proteínicos minutos.

La historia transcurre en esa ciudad donde los amaneceres tienen profundidad de eternidad y en la que los hombres lloran lo que no han sabido defender como tales. Sí, esa tierra soñada en la que el cantar se vuelve gitano que compuso y letreó Agustín  Lara y que ahora ha filmado Martín Cuenca haciendo suya  la parte final, la Granada llena de lindas mujeres, de sangre y de sol. 
  
Antonio de la Torre es el caníbal moderno. Ese ser que habita en las periferias del alma humana y en el centro de toda ciudad. Un ser anónimo que convive con sus psicopatías y con la normalidad que le otorga una sociedad psicópata. Esas en las que el vecino es un cuerpo cuyo interior está cortado por el meridiano de Greenwich y su hábitat es cualquiera de los dos polos. Y al que hablamos siempre desde la línea gélida y tangencial que nos aleja de la añorada empatía. 


La historia tiene el aire de la novela Plenilunio (Antonio Muñoz Molina), aunque este es más seco e hiriente por la parquedad de palabras que los protagonistas, cual Cartujos, omiten en sus largos y adecuados silencios. No hay palabras innecesarias, como tampoco hay silencios incómodos. Cada mirada y cada gesto están medidos con la misma precisión con la que Lázaro Carreter lanzaba su certero dardo.

Un caníbal no es más que un filósofo lanzado al hedonismo de la realidad. Un pensador que ha hecho suyas las palabras de Marx sobre el fetichismo de la mercancía, así como la idea del Freud de Tótem y tabú de que hay que comerse al padre, acomplejados por Edipo, para aniquilarlo e interiorizar su poder. El caníbal de esta historia es más sofisticado y tiene mejor gusto. Deja al padre en paz y busca a las chicas que se parecen a las modelos de Victoria´s Secret. Es un psicópata, sí, pero no es tonto.

Posdata: La fotografía es muy buena. Hay escenas que valen por toda una película. Valga esta particular sinécdoque como adecuada y breve sinopsis. Así como este último pleonasmo como  muestra de mi anquilosada pluma. Y esta metonimia como adecuado preámbulo a la tautología que defiende el protagonista y con la que yo acabo: la carne, carne es.    

JOSÉ MANUEL CAMPILLO, autor de Kubrick y la Filosofía.

lunes, 4 de noviembre de 2013

Crítica de 'EL APARTAMENTO' (1960) de Billy Wilder


En una ensalada Billy Wilder sería el vinagre de Módena. Por el color, por el sabor y por el regusto que deja en nuestro cinéfilo paladar. Sus películas suelen ser comedias con una pequeña dosis de tragedia shakesperiana donde pululan por doquier los Otelos y las Desdémonas, los Bassanios y los Antonios.  Y El apartamento encierra en sus escasos metros la verdad de la afirmación anterior.

La historia tiene paralelismos con la Brummel, en las distancias cortas es donde se la juega. Concretamente, en un ascensor. En esos exiguos metros, el corazón de nuestro protagonista se arrebata hasta conseguir la cima del Everest en un electrocardiograma, buscando que de sus tímidos labios emerjan las palabras que hagan que su amada esboce una sonrisa. O, en su defecto o en su exceso, la promesa de una cita.

El ascensor es la pequeña metáfora del apartamento. Lugar cerrado en el que todo ocurre. Fuera de estos dos lugares nada tiene importancia. Es algo parecido a lo que acontece en el día a día de las personas posmodernas, o quizá antemodernas, para las que lo que ocurre fuera del móvil o internet es tan invisible como yo al lado de Errol Flynn.


El cine de antes tiene el acortado aroma de la elipsis. Busca la magia sin necesidad de hacer presente el previsible y tedioso hechizo. Y eso lo hace maravilloso. El de ahora, explícito y prolijo, aburre. Y es que yo siempre he sido de sugerir, y no mostrar, de mujeres en bikini y no en topless. Billy Wilder, también. Volvamos a la película.

Hay una secuencia en las que vemos a  Baxter (Jack Lemmon) bebiendo amargamente un Martini después de haberse enterado viendo la pitillera rota que su amada lo es de otro; unos segundos después la delatora cámara nos muestra ocho palillos etílicos en círculo sugiriéndonos embriaguez y derrota. Hemos pasado de un Martini a ocho a través del alargado sostén de la aceituna. ¡Brillante!



Los protagonistas son los que tienen que ser. Valga esta especie de pleonasmo como antesala de las palabras que vienen a continuación: Jack Lemmon es el ciudadano medio que hace de ello su mejor virtud. Su no brillantez estética hace que seamos empáticos con él. Con Shirley MacLaine es distinto. Tiene una de esas caras que no son bellas ni feas, ni simpáticas ni serias, ni agradables ni su antónimo. Pero sí tiene algo que hace que los hombres se puedan enamorar de ella: altivez en la mirada. Es de las que te mira y no te está mirando. La atalaya de su mirada siempre está un escalón por encima de la nuestra.
           
Posdata: El apartamento es una película de fracasados que triunfan como lo hacen los fracasados: sin plenitud. Siempre hay un pero que todo lo corrompe. Valga esta agridulce reflexión como fiel reflejo del aroma que desprende la película. Y, por cierto, el cine de Wilder.



JOSÉ MANUEL CAMPILLO
(www.vienafindesiglo.blogspot.com)

martes, 1 de octubre de 2013

Crítica de 'EVA AL DESNUDO' (1950) de Joseph Mankiewicz


«Eva, Eva, Eva», repetía con una cadencia evanescente Adán mientras ella solo atendía la irrefrenable llamada de la tentación. Ya con la aflicción reflejada en la mirada y la incomprensión en los labios pronunció el «por qué» que tanto resonó en ese deportista impostor que hace unos meses entrenó al Madrid. Eva fue expulsada del paraíso por no saber decir que no, al igual que  Eva Harrington (Anne Baxter) por hacer suya la frase de Oscar Wilde: «Puedo resistir a todo menos a la tentación»

Eva al desnudo es una película que requiere varios visionados. Es como los buenos vinos, en cada nueva cata se aprecia un matiz antes escondido en algún sentido que no era el adecuado.  La primera vez que la vi la situé entre la lista de «mis» notables de Hollywood. Hoy, después de varias veces en las que me he acercado a ella olvidándome del conjunto y parándome en el detalle, me parece esencia de cine. Ya ha llegado a sobresaliente.

Si alguien quiere saber con exactitud a qué se llama cine clásico que se acerque a esta delicia literaria creada por esa mezcla de Nabokov y Wilde llamado Joseph L. Mankievicz (La huella, El día de los tramposos, Julio Cesar, Operación Cicerón, Carta a tres esposas).

Este fino espadachín de las letras es el mejor jugador de Hollywood en el delicado arte de juntar palabras. Los adverbios, adjetivos, verbos, artículos y demás componentes del dédalo del lenguaje son utilizados por Mankievicz con la misma soltura con la que Dani García maneja el nitrógeno en esas tierras en las que antes brillaba el oro y abundaba el estilo y ahora solo lo hace la bisutería y el mal gusto. 

Como soy un empirista radical y quizá muchos de ustedes también lo sean, transcribo un par de frases que sirven de refrendo al párrafo anterior: «Como siempre que una mujer intenta averiguar algo, me dijo más que yo a ella». «La atmósfera es macbethiana». Es cine hablado, de ese que ahora omite su presencia con la misma bizarría con la que Nadal gana torneos.  Asistimos, como fieles y apenados testigos del funeral, a la época en la que la imagen ha sepultado a la dulce y, casi siempre, mentirosa palabra.


También es verbo teatralizado. La imagen tiene un encuadre particular. Planos largos y jugosos con un toque esnob que firmaría el mismísimo Dalí. Un esnobismo que subyuga, como lo hace la mirada de Bette Davis, sin casa en el barrio de la belleza, pero con alojamiento eterno en el mundo de la atracción.      
Tuvo 14 nominaciones (junto con Titanic ha sido la más nominada de la historia), y recibió 6 estatuillas. Aunque quizá lo más destacado de esos seis premios es que ninguno fuera para Bette Davis, la inolvidable Baby Jane Hudson.

Posdata: Se rodó el mismo año en el que se produjo el Maracanazo, se creó la Stasi, se estrenó en Barcelona El amor brujo, la ONU adoptó un plan para dividir Jerusalén… Aunque lo más importante y llamativo es que el Atlético de Madrid ganó la liga. Y eso es un hecho tan inusual e histórico como lo fue para el planeta que hace unos años coincidieran en tiempo y mandato Zapatero y Obama (Pajin dixit).

JOSÉ MANUEL CAMPILLO ORTEGA
(www.vienafindesiglo.blogspot.com)


viernes, 5 de julio de 2013

Crítica de 'VOLVER A EMPEZAR' (1982) de José Luis Garci



Volver a empezar es la manida frase de las parejas que tuvieron un pasado y carecen de futuro; pero también es el título de una película que nadie cantó tan bien como Julio Iglesias cuando este caballero de la mano en el pecho pintado por el Greco hacía suya la música del genial Cole Porter.

En la Academia de Platón rezaba la inscripción de que el que no supiera geometría y matemáticas se abstuviera de entrar. Yo, gracias a José Luis Garci, he podido entrar en esa academia ideal que el tiempo nos ha legado en forma de discurso teórico. Aprendí la propiedad transitiva y casi la cumplo, con una pequeña salvedad, gracias a este director. A él le encantaba Fiorella Faltoyano y la llevó como alumna rezagada en Asignatura pendiente y como aplicada en Asignatura aprobada. El azar me llevó a ver esas películas y me hice de la Faltoyano porque mi gusto, como decía el bueno de Wilde, es muy sencillo: «Solo me gusta lo mejor». Desde ese momento me gustó Garci, a Garci le gusta Faltoyano, ya solo falta esa pequeña salvedad, que yo le guste a la bella Fiorella. Démosle tiempo. Y también aprendí nociones de geometría cuando vi cómo hallaba el área del círculo cuadrado en "Volver a empezar", al hacernos creer que el amor verdadero es, a veces, mucho más bello y justo en su no realización. 

La luz de la película la presta Asturias, donde incluso de noche es de día. Creo que si los hermanos Lumière la hubieran visitado, no habrían existido las películas en blanco y negro. Una luz que se mece al ritmo que le marca el continuo Canon de Pachelbel, y que predispone nuestros corazones para ser vencidos, incluso antes de comenzar la batalla. Como le pasó a Paris con Menelao.

Antonio Ferrandis siempre trae a mi infiel recuerdo al hombre que fue jueves, ese maestro de la paradoja llamado Chesterton. Nunca me ha gustado Chanquete, nunca me ha gustado Ferrandis y, sin embargo, si he de elegir una película española me quedo con Volver a empezar, y si es una serie con Verano azul. Supongo que todos seremos un poco teresianos y viviremos sin vivir en nosotros, igual que yo ahora afirmo que Ferrandis nunca me gustó y fue el que más me hizo disfrutar.

Garci nos muestra, a través de las vivencias de Antonio Miguel Albajara, la patria de la felicidad. Ese hábitat casi utópico que solo podemos visitar si nos abandonamos y no pensamos, únicamente sentimos. Un lugar en el que el empadronamiento suele durar poco tiempo y la entrada es exclusiva. Se puede acceder si antes has llamado a la puerta de sus únicos interlocutores válidos: el amor y el juego.

Posdata: La inscripción en la república de la felicidad dice así: «Abstenerse de entrar quien no sepa que…». Perdonen que guarde el secreto para mí, pero solo el no decir me hace interesante.

JOSE MANUEL CAMPILLO ORTEGA  

sábado, 20 de abril de 2013

Crítica de 'DJANGO DESENCADENADO' (2012) de Quentin Tarantino



Sirvan las clásicas ¡Bang, Bang pam, pam!, y las añadidas por mí: ¡pampum, piussh, chiumm, ahhh!, onomatopeyas como adecuada sinopsis de la película. Por si aún no ha quedado claro de qué va, voy a darle a mi pluma un poco más de consistencia y rotundidad para explicarla: es una historia de tiros y más tiros en la que el protagonista, un tal Django, hace que «Terminator» y «Rambo» sean dos nenazas a su lado. 

Tarantino es un buen director con un importante pero: siempre hace la misma película. Quiere ser más importante que el propio cine y eso es imposible, además de ridículo. Es como si Cristiano Ronaldo quisiera ser  mejor que Messi. Un director, aunque tenga su estilo propio, y de hecho lo debe tener, debe ser flexible, maleable como lo es el junco. Si no, corre el riesgo de repetir y exasperar cual alumno LOGSE.

La historia de Django desencadenado es buena. Los actores no desmerecen. El vestuario es digno. Todo funciona, excepto el director. Quiere imponerse a la película y la estropea. La reiteración en cine nos suele llevar al páramo en el que habita el desasosegante hastío.  En literatura ocurre lo mismo. Hay escritores que siempre escriben el mismo libro, aunque con diferente título, llámese Thomas Bernard o llámese Arturo Pérez Reverte (desde que escribió su mejor obra, El club Dumas, se repite continuamente). En pintura también ocurre, pero aquí se puede admitir. Maravillosas son las pinturas de «Caravaggio», que no son más que variaciones de una idea; igual que las «Pinturas negras» de Goya; incluso los oleos de «El Bosco», que pintó siempre el mismo y alargado cuadro, son agradables de ver. Pero, como decía antes, en cine no vale la reiteración. Aburre. 


Cambiando de tema, que no de película, André Bretón dotó de nombre a algo tan necesario en la vida como es el surrealismo. No hay vida que se pueda vivir sin que este desvirtuador de cotidianidades se haga presente. Tarantino lo sabe y lo utiliza, aunque con desigual acierto. Este oscilante visitante, al que Descartes llamó «Genio maligno» porque nos podía engañar acerca de lo que percibimos, debe salir a pasear siempre cogido de la mano de la mesura, si no deviene locura, ridículo o, lo que es peor, esperpento. A Tarantino, en un momento puntual de la película, cual arena de playa, se le va de las manos. Es ese instante en el que se decide la suerte de la crítica y uno dice no, no y no. David Lynch en Terciopelo Azul y Corazón Salvaje nos da una lección magistral de cómo utilizarlo. Paul Auster, que también desde hace años escribe siempre el mismo libro, nos los ejemplifica con brillantez en esa buena novela llamada La música del azar. 

He dicho antes que la historia es buena. Ahora voy a matizar estas concisas, que no  precisas, palabras. Es buena como lo son las relaciones entre alumnos y profesores; cualquier pequeño detalle las tuerce o las desfigura. Le pasa lo mismo que a algunas candidatas a Miss Universo cuando entra en acción la pregunta de cultura general. Suele desvanecerse lo que unos segundos antes presumía ser la mujer perfecta.  


Que los tiros, el continuo bang, bang, sean más importante que el natural desenlace estropean el fluir natural de este río anegado de sangre llamado Django desencadenado. La película avanza, entre disparos y actores que se hacen el muerto, a trompicones. 

Ya por último indicar que, si bien es de excesivo metraje, no se hace pesada. Las películas de acción hacen que los minutos tengan menos de sesenta segundos, ejemplifican bien la teoría de la relatividad. Este tipo de películas rompen nuestras categorías temporales, o formas puras a priori de la sensibilidad que diría Kant. Y las de tiros aún más. Al fin y al cabo, todos llevamos un John Wayne dentro. 

Posdata: Cuando Tarantino interiorice la famosa frase de Groucho «Nunca sería socio de un club donde hubiera gente como yo», y deje de hacer cine para sí, hará una buena película; mientras tanto veremos Tarantino 6, Tarantino 7, Tarantino 8, ... 

JOSÉ MANUEL CAMPILLO