martes, 18 de enero de 2011

PEQUEÑA MISS SUNSHINE (LITTLE MISS SUNSHINE, 2006) de Jonathan Dayton y Valerie Faris


La familia Hoover no es precisamente una familia modélica y perfecta. Cada miembro tiene lo suyo, desde el abuelo cocainómano y mujeriego hasta el hijo adolescente que guarda voto de silencio hasta que consiga ser piloto y que lee a Nietzsche sin parar, sin olvidar a la pequeña de la familia que quiere ser reina de la belleza infantil pese a ser gordita y con gafas. La invitación para participar en un concurso de belleza llamado Miss Sunshine que recibe ésta, sacará a relucir las miserias del resto de miembros: un matrimonio con escasos recursos económicos y el cuñado homosexual y especialista en Proust que se ha intentado suicidar. Todos ellos llevan a la niña al concurso en un viaje por carretera que será al mismo tiempo un viaje interior para la familia.

El mayor pecado de los Hoover es el de ser humanos, demasiado humanos. Este es uno de los aciertos de esta excelente película. Nos habla de gente real, cercana, y de cómo ser capaz de convivir con los problemas del día a día sabiendo sobrellevarlos estoicamente.

A partir de muy pocos planos en el brillante comienzo tenemos una perfecta descripción de los personajes. Observamos que son antihéroes con la palabra fracaso escrita en la cara, además de una familia muy dispersa y heterogénea entre sí, con un alto grado de incomunicación entre ellos. El viaje lo realizarán en una vieja furgoneta a regañadientes, que necesita del empuje de todos ellos para que arranque y funcione con normalidad. Conforme la historia va avanzando este singular y humorístico hecho se convierte en metáfora de que todos ellos se necesitan entre sí para salir adelante, de que la unión hace la fuerza.


La necesidad imperiosa de que la pequeña gane el concurso acaba siendo vital para todos. Pretenden interiormente y, quizás inconscientemente, que ese triunfo pueda cambiar en algo sus frustradas vidas y que a partir de ese momento vaya a ser todo distinto y consigan retornar hacia sí mismos. La meta es conseguir la confianza suficiente para hacer frente a cualquier adversidad.

Precisamente en este sentido la cinta yuxtapone dos filosofías: por un lado la del escritor Marcel Proust y por otro la de Friedrich Nietzsche, el filósofo que no quiso serlo. Por eso la cinta rebosa de un vitalismo asombroso, de un afrontar las mareas de la vida quedándonos tanto con lo bueno como con lo malo, y aprender de todo ello saboreando los éxitos y los fracasos. Lo de menos es ganar los diferentes concursos que la vida nos exige si con ello hemos conseguido crecer ontológicamente o hemos conseguido darnos cuenta del apoyo de nuestros seres más queridos en cualquier situación vital. Si hemos recuperado el tiempo perdido y sabemos cómo remontar hacia nuestro fin último consiguiendo ser espíritus libres creadores de nuestro destino, habremos ganado. Lo importante no es la meta, sino el camino.


EDUARDO M. MUÑOZ

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