lunes, 25 de febrero de 2013

Crítica de 'LA SEMILLA DEL DIABLO' (1968) de Roman Polanski



Pocas películas desprenden tanta leyenda dentro y fuera de las cámaras como La semilla del diablo de Roman Polanski. Filmada en el famoso edificio Dakota, el mismo que fue testigo del asesinato de John Lennon, de ritos de magia negra por parte de Aleister Crowley e incluso de sesiones de espiritismo en las que participaba nada menos que Boris Karloff, el film constituyó el primer trabajo de Polanski en los EE.UU así como el mayor éxito de su brillante carrera (sin duda alimentado por la calidad del film en sí como por cuestiones nada agradables de la vida privada del propio cineasta, como la terrible muerte en 1969 de su esposa Sharon Tate y del hijo que esperaban a manos de seguidores de Charles Manson).

Polanski opta desde el primer momento por un deslumbrante realismo alejado de efectismos al uso para narrar la  pesadilla sufrida por Rosemary durante su embarazo (una deslumbrante Mia Farrow), a medio camino entre la paranoia, la  sospecha y lo onírico. Lo más fácil hubiera sido adaptar la novela de moda por aquel entonces, Rosemary’s baby de Ira Levin (maldito sea quien eligió el título en castellano del film), a base de sobresaltos y sustos facilones, esos que tanto gustan al público adolescente. En vez de eso, el genio de Polanski elige realizar una fiel adaptación de la obra de Levin creando una atmósfera pocas veces conseguida únicamente desde elementos que domina  a la perfección y que toma de lo cotidiano. Nadie como Polanski para hacernos temblar de miedo usando un viejo edificio, sus habitantes, un atento marido y todo lo normal de una vida cotidiana. Un experimento similar al que realizó años más tarde en la no menos ejemplar El quimérico inquilino (1976).


La semilla del diablo no pasa de moda y uno de los factores que ayudan a que sea posible es la cantidad de lecturas que del film  pueden hacerse. Todo lo vivido por Rosemary puede ser fruto de la brujería, pero también de una mala pasada que le esté jugando su propia mente, derivada del sufrimiento físico causado por su embarazo, consiguiendo que empiece a sospechar una conspiración de todos, incluido su marido. Aunque la  propia trama de La semilla del diablo puede conseguir que no vayamos más lejos de la lectura sobrenatural, la ambigüedad conseguida por Polanski al respecto la convierte en una obra rica, con más de una interpretación, un film imprescindible dentro del género fantástico pero también del relato psicológico. Sin duda la obra maestra del cineasta polaco.

El guión de Polanski desde la obra de Ira Levin roza la maestría. Cada pieza es fundamental dentro del rompecabezas, ni falta ni sobra nada, cada elemento se va sumando al todo de una forma natural y progresiva, dotando de un interés in crescendo a todas y cada una de las situaciones a medida que la cinta avanza. En este sentido, Polanski resulta ser un maestro en el dominio del ritmo y del suspense. A difererencia del suspense a la manera de Hitchcock, donde el espectador siempre sabía más que los propios protagonistas, en La semilla del diablo todo lo vamos conociendo desde el  punto de vista de Rosemary, al mismo tiempo que ella. Por eso mismo se sugiere más que se muestra, acertadamente. Otra magistral forma de entender el suspense desde  lo subjetivo, brillante marca de la casa.


Polanski contó con un magistral reparto, en el que no sólo destacan unos sublimes  protagonistas (maravillosa Mia Farrow en un complejo rol donde tiene que mostrar un complejo progresivo deterioro en su personaje, y un ambiguo John Cassavetes, el atractivo marido sin escrúpulos), sino también unos secundarios de lujo, donde cabe señalar a la ganadora del Oscar a mejor actriz  secundaria, Ruth Gordon, quien encarna a la perfección a la vecina cotilla, entrometida y siniestra al mismo tiempo. Uno de los personajes más geniales y escalofriantes que nos ha regalado el séptimo arte.

EDUARDO M. MUÑOZ 

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